Saturday, October 21, 2006

La autosuficiencia familiar

La autosuficiencia es una realidad muy concreta en la que estuve inmerso durante toda mi niñez en Bernal. En un terreno de seiscientos metros cuadrados mi familia había organizado una pequeña granja de estilo europeo. Fue una vivencia muy intensa, que marcó para siempre en mí una rotunda inclinación hacia la naturaleza y sus relacionas visibles y concretas.

La crianza de un enorme cerdo en el fondo de una casa suburbana, es una clase de experiencias que nunca se olvidan. El cerdo nos proveía durante todo el año de salamines y jamones de un sabor excelente. Con su grasa fabricábamos jabón, en las mismas tinajas en donde hacia mediados del verano pasteurizábamos a vivo fuego de leña las botellas de salsa de tomate.

Cada año de mi niñez estuvo dividido en ciclos que estaban marcados por la impronta de las distintas actividades de autosuficiencia. La familia participaba alegremente en estas tareas que tenían un considerable despliegue. El día que hacíamos el pan había en el ambiente un irresistible aroma, misterio y clima festivo. El juntar leña, encender el fuego y limpiar el horno con una arpillera húmeda eran tareas gratas y con mucha magia. Al llegar la noche, comíamos pizza, que era lo primero que se preparaba con el homo bien caliente. Finalmente, con la ayuda de una pala de madera introducíamos los panes. Una porción de estos se dividía en grandes trozos y luego se dejaban en el horno todavía tibio para que se convirtieran en bizcochos. Gracias a este procedimiento podían mantenerse crocantes durante meses y al sumergirlos en agua, leche o vino recobraban su consistencia migosa.

La fabricación del vino suponía pasar muchas horas recogiendo los racimos y soportando alguna que otra picadura de abeja. Su liturgia tenía herramientas específicas: una moledora de racimos hecha íntegramente en roble, que con los años había tomado color azul de la uva francesa aplastada entre sus cilindros dentados y una prensa que parecía un instrumento de tortura medieval. De ella salía un mosto de fuerte aroma con la que preparábamos (en un alambique clandestino) una grapa de triple destilación.

Tengo un agradable recuerdo de las cabras que criábamos y que mi madre ordeñaba todas las mañanas, junto a conejos y gallinas. También teníamos dos colmenares que: producían unos cuarenta kilos de miel al año cada uno. En el sótano las estanterías estaban abarrotadas de frascos de dulces de higo, ciruela y otras frutas de nuestros cuarenta árboles.

Un capítulo aparte merece la huerta. Era tan diversa y exuberante que cuando instalaba mi carpa adentro del maizal perdía por completo los límites del terreno. A propósito, mi viejo profesor de inglés, Nesle Cei, me dijo una vez que escuchó quejarme del stress: "tu problema no obedece a la fatiga, sino a que no cultivas tus raíces campesinas ". Él me estimuló para que retomara el trabajo de la huerta. Desde entonces no sólo, como predicaba Thoureau, hice de la autosuficiencia una ética dé vida sino que también en mi profesión de psicólogo me acerqué, cada vez más, a una concepción ecológica del cambio terapéutico. En ello reconozco como mi maestro al hipnólogo norteamericano Milton H. Erickson.

Pero habían transcurrido muchos años desde mi niñez en aquella casa de Yapeyú 725. Ahora, luego de haber vivido algún tiempo en el centro de Buenos Aires, resido a escasos cien metros de donde me crié. La casa que adquirí, en la esquina de Chacabuco y Zeballos en Bernal hace cinco años era un desierto. No tenía árboles y el jardín con pasto muy corto y dos rosales pasaba inadvertido. Comencé entonces a imaginar, con Rubén Ravera (quien sería mí socio en una multitud de proyectos de ecología urbana) una huerta en esa esquina como la que conocí en mi infancia.

En principio, tomé la decisión de acotar ese aburrido jardín con un tapial para cerró la esquina y luego iniciar la anhelada huerta. Sin embargo, la realidad me demostró que los años no habían pasado en vano. Ya no disponía de la misma energía ni del el tiempo necesario para dedicar al punteado de la tierra y a la persecución de hierbas y hormigas. Por otra parte, la autosuficiencia tradicional es sacrificada y los resultados no siempre son alentadores. Me había convertido en un esclavo de mi propia iniciativa.

Estos hechos ocurrían durante un período de la economía argentina conocido como la "hiperinflación". Ante la crisis que afectaba a un importante número de personas, la provincia de Buenos Aires, impulsó programas de huertas familiares y comunitarias para crear una forma de aprovisionamiento alternativo. Preocupados por esta situación y conscientes de las dificultades con las que se enfrentarían estas iniciativas, Ravera y yo comenzamos a realizar algunos desarrollos técnicas para ayudar a otras personas, tan desacostumbradas como nosotros a las labores de la tierra.

Nacía así el Programa de Autosuficiencia Regional, una ONG a la que poco a poco comenzaron a acercarse muchas personas preocupadas por el medio ambiente e interesadas en mejorar su calidad de vida. Conversamos con una legión de profesionales y aficionados, fuimos perfeccionando los diseños y arribamos a una nueva concepción: la tecnohuerta.

Esta huerta, con bancales elevados, distribución arquitectónica, riego por goteo automático, invernáculo y que apela a las más antiguas y hoy revalorizadas técnicas de rotación e intercultivo, me convenció de que la ecología y los emprendimientos pequeños pero posibles, como los profetizó Ernst F. Schumacher en su libro "Lo pequeño es hermoso", eran una alternativa de solución para muchos problemas.

El estado público que adquirió esta propuesta, a través de muchos medios masivos de comunicación comenzó a cambiarme la vida. Comenzamos a publicar artículos de divulgación, a escribir manuales, a realizar cursos de agricultura ecológica y de tecnología apropiada: energía solar, construcciones con suelo cemento, reciclado de aguas residuales domésticas, generación de electricidad con molinos de viento y en general todo lo que contribuye a darle a la casa convencional características de sistema con autosuficiencia ecológica. Mi esposa, paciente por cierto, y mis hijos sin entenderme me perdonaron. Las innovaciones que introduje desconcertaron a los vecinos. Tener zapallos en el techo, un gallinero y una huerta en un invernáculo no es tan común en un barrio como el mío.


Carlos Alberto De Sanzo

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